
Un largo día, como casi todos los que le habían precedido ...
La llegada a casa, las llaves perdidas en el bolso, las escaleras, la barandilla con reposamos de madera, los tacones destrozando los pies, y el cansancio eterno que la acompañaba como un perro faldero.
_ Florentine_ gritó una voz desde el entresuelo.
_ Han dejado una carta para ti .
La sorpresa, sensación desconocida, salpicó dulcemente la mirada de Florentine, al tiempo que un tenue calor inundaba las yemas de sus dedos al recogerla.
Papel blanco, buena calidad, su nombre manuscrito con pluma, se notaba que los trazos procedían de una mano habituada a escribir. El diseño de cada letra no se había dejado al azar, era cuidadoso, minucioso, exquisito.
Al entrar el casa, la impaciencia le devoraba hasta la uñas, el sobre no perfumado con una letra L como remitente, ocupaba toda su atención y cierto temor se fue apoderando de ella.
La carta decía así:
" Señorita Beauchamp, ruego disculpe este atrevimiento, pero me confieso su firme admirador, no puedo dejar pasar más tiempo, necesito hablar con usted, hacerle saber que existo, que estoy ahí, que puede contar con mi amistad, si estima conveniente que nos podamos conocer...."
La espero el viernes en el Parque Monceau, junto a las columnas de la Naumaquia... a las cinco "
Florentine llevaba una vida apagada y discreta, su trabajo como traductora en la oficina de patentes, no le ofrecía grandes alegrías y tampoco le posibilitaba nuevas amistades.
Llegó el día, salió pronto de la oficina, pasó por casa para mejorar su aspecto, se quitó sus oscuros y habituales vestidos y se rodeó con el color de la esperanza, su chaqueta verde todavía no estrenada, verde esperanza ante el encuentro con el que iba a ser su momento más especial. No recordaba, ningún otro instante que hubiera alterado de su nivel de emocional en los últimos años.
Llegó a Monceau, esperó y esperó, pasaron las cinco, muchas parejas se encontraron, muchas jóvenes que no vestían de verde...
Su "chevalier errant" no llegó, se quedó perdido con sus esperanzas, junto al estanque de la Naumaquia y bajo el cielo mustio de aquella tarde en París.